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Tamara Rufolo dejó la carrera de medicina para lanzarse a la intensa aventura de la producción agroecológica en medio del monte salteño

Fuente: Bichos de Campo 27/04/2024 11:52:26 hs

La joven Tamara Rufolo (37) se presenta aclarando que su apellido no lleva tilde, pero se pronuncia como “Rúfolo”. Ella nació y se crio en Buenos Aires hasta que empezó a estudiar medicina en la facultad. Pero algo no la convencía, no le “cerraba”, y decidió hacer una pausa y emprender un largo viaje en

La joven Tamara Rufolo (37) se presenta aclarando que su apellido no lleva tilde, pero se pronuncia como “Rúfolo”. Ella nació y se crio en Buenos Aires hasta que empezó a estudiar medicina en la facultad. Pero algo no la convencía, no le “cerraba”, y decidió hacer una pausa y emprender un largo viaje en busca de sentido. Al llegar a México comenzó a conocer otros conceptos de “salud” bajo antiguas formas de producir en la tierra, más comunitarias, más solidarias con los demás y con la misma tierra.

Cuando tenía 28 años, hace ya casi una década, Tamara decidió afincarse en la provincia de Salta y dedicarse al trabajo rural con impronta agroecológica, generando redes comunitarias y aportando alimentos más sanos, convenciéndose de que es posible vivir mejor, a pesar de que sea un camino más trabajoso. Ella es madre soltera y ya lleva muchos años “bancándose” sola. Pero siempre habla en “nosotros”, porque ahora trabaja “en red” junto a sus vecinos y a las instituciones. Ésta es su historia.

En 2011, Tamara estudiaba tercer año de medicina cuando decidió suspender sus estudios y viajar afuera de su país. “Había algo que no me llenaba el alma -comienza a contarnos Tamara-. La medicina convencional no me cerraba y decidí viajar para pensar qué hacer de mi vida”.

“Mi hermano estaba en México D.F. y me consiguió un trabajo allí. Viajé y lo tomé, pero al tiempo lo dejé porque me contacté con el movimiento ‘Na Ya ‘ax’ (Casa Verde, en lengua maya), conformado por agrónomos que se habían volcado a la producción orgánica y biointensiva, en huertas urbanas, terrazas, jardines, etc. Me ofrecieron cuidar una de esas huertas, en Querétaro y allá me fui”.

“Apenas llegué a aquella ciudad me dieron a leer el libro de María Thun, ‘Sembrar, plantar y recolectar en armonía con el cosmos’ –continúa la joven-. Me fui iniciando en esa agricultura, y fui aprendiendo el calendario biodinámico. Al tiempo me ofrecieron dar capacitaciones con ellos. Así es que durante 6 meses anduve trabajando junto a dos agrónomos, ‘convertidos’ a la agroecología, en un programa del Estado por el que llevábamos semillas y herramientas a comunidades nativas en zonas semidesérticas, y los ayudábamos a crear huertas”.

“Después estuvimos trabajando 9 meses en Mazunte -sigue Tamara-, con otro clima y, finalmente, estuve sembrando entre las montañas, en Chiapas, durante un año y medio. Conocí a gente que hacía construcciones biodinámicas y permacultura, que apostaba al cuidado del medio ambiente, todo eso me abrió la mente a un mundo nuevo, sin saber que un poco más tarde sería la fuente de mi propio proyecto”, recuerda.

“Allí fui madurando la idea de emprender algo propio -continúa rememorando, Tamara- y me acordé de una tierra que mi padre tenía en Salta, con unos socios. Ese campo está en la zona de Rosario de la Frontera, a 20 kilómetros de Copo Quiles. El ambiente es de clima seco y pertenece al norte final del Chaco salteño”.

“Le propuse a mi padre separarnos de sus socios y quedarnos con una parte, de la que ahora soy propietaria, porque luego me lo heredó en vida. La misma consta de 315 hectáreas, 70 cultivables y 50 de monte nativo. El resto se había desmontado, pero nunca se había cultivado, de modo que estaba virgen. Yo lo he dejado que poco a poco rebrote y regrese a ser monte de nuevo”.

“A mis padres no les fue fácil aceptar que yo me fuera a vivir al campo sola -reflexiona la joven-. Pero los convencí y en 2015 nos fuimos al campo 6 personas en carpa, con el sistema de ‘voluntariado’. Y con el fin de asentarme allí, me ayudaron a construir los primeros ‘techos’, con la modalidad de ‘bioconstrucción’. Con mucho sacrificio, pero a su vez disfrutando mucho, utilizando biomateriales de la zona, levantamos tres casitas de un ambiente, de madera, barro y piedra”.

“Pasaron muchos voluntarios de todo el mundo, que se quedaron meses y algunos hasta dos años. Pusimos energía solar y hoy cocino mayoritariamente a fuego de leña, si bien tengo una garrafa”.

Detalla, Tamara: “Cuando llegamos, juntábamos el agua con un balde. En el techo de una casita sembramos pasto y verdolaga, pero en los demás no, sino que de ellos hoy captamos el agua de lluvia en tachos de 1000 litros, para consumo. Hemos logrado montar un proyecto demostrativo de permacultura: reciclamos el plástico con el que hacemos ecoladrillos, con el vidrio hacemos vitrales y lo usamos como aislante. El papel, para hacer fuego. Juntamos el metal y lo vendemos”.

La joven porteña comenzó a cultivar: “Apenas llegué al campo nos pusimos a sembrar hortalizas, cucurbitáceas, zapallo, cayote y demás. A este proyecto lo bautizamos ‘Aluna’. Tuve que aprender a hacer todo yo. Empecé a sembrar maíz, poroto y zapallo en 20 hectáreas y llegué a ocupar 75. Un año siembro legumbres, y otro año, maíz. Mi ‘mosquito’ agroecológico es mi camioneta (se ríe)”.

“Aprendí apicultura y puse colmenas. A causa de la sequía tuve pocos rindes de cereales y entonces me puse a fabricar o moler polenta y harina, para venderlo directamente al consumidor local, aunque también hice envíos a otras partes, y eso me permitió sobrevivir”.

Ella explica cómo: “Hoy siembro juntos el maíz con el zapallo, por ‘tiempo madurativo’. Primero cosecho el zapallo y después el maíz. Siembro una cucurbitácea, una legumbre y un maíz. Así se benefician entre ellos. El zapallo cubre el suelo, el maíz hace de vara y el poroto se enrosca en él. Un vecino me regaló maíz capia y lo sembré como prueba, en una parte. Al año siguiente cuando se hace la rotación, va el zapallo y el maíz donde estaba el poroto, y viceversa. La semilla que quedó en el suelo es poquita, pero lo ‘nitrogena’. Es un fertilizante natural. En marzo coseché las cucurbitáceas, en especial una variedad de sandía, que por dentro es amarilla. La cultivan los wichís en Santa Victoria Este. Además siembro calabaza rayada y coreano, que es el anco”.

Tamara comenzó a aprovechar también el monte: “Como el campo posee monte nativo de algarrobos, chañares y plantas de gran provecho medicinal, hacemos mucha recolección de plantas que se aprovechan muchísimo para uso medicinal, como poleo, burrito, cedrón del monte, ajíes quituchos o ‘del monte’, algarrobas, chañares, mistoles, muchas cactáceas que dan frutos comestibles, como tunas, ucles, pasacanas, uchúas”, enumera.

“Pero no todo fue fácil”- dice-.“En el monte hay eventos climáticos inesperados, por ejemplo, el invierno pasado no hubo heladas, y nos tenemos que ir adaptando, sobre todo a lo que el monte nos da. Acá a las algarrobas no las levantaba nadie, las dejaban para alimento de los animales, pero ahora poco a poco, la gente de las ciudades las va aprovechando para hacer harina y panes. Yo vengo haciendo hace años una infusión de algarroba, mal llamada ‘café’”.

“Lo contacté a Eduardo Cerdá, un referente de la agroecología, quien venía fundando la Red Nacional de Municipios Y Comunidades que Fomentan la Agroecología (Renama), y me aconsejó que yo generara mis propias redes en Salta. Al principio no entendía cómo, pero poco a poco me empecé a vincular con el INAFCI (Instituto de Agricultura Familiar), Senasa e INTA. Este organismo me regaló pollitos y ahora andan sueltos en mi campo”.

“Comencé a hacer capacitaciones, me invitaron a ferias donde, por ejemplo, conocí la comunidad wichí de Santa Victoria Oeste. Después me invitaron a participar en la cátedra de Soberanía Alimentaria de la Universidad de Salta y sin darme cuenta estaba haciendo cada vez más redes”.

“Es una cátedra libre y yo doy charlas como productora, en la práctica. Doy capacitaciones de huerta y de compostaje. No tengo título, pero sí experiencia territorial. Hicimos un conversatorio de semilla nativa y criolla, en 2023, con docentes de la UNSa (Universidad Nacional de Salta), de la cátedra de Soberanía Alimentaria, también del área de Germoplasma. Venían voluntarios, pero ahora lo suspendí por falta de tiempo”.

Tamara logró fortalecerse más: “Los productores de la zona nos hemos unido y hoy soy presidente de la Cooperativa Sembrares, integrada por productores agroecológicos de la Segunda Sección de Rosario de la Frontera. Trabajamos con la economía circular, con otras cooperativas y gente de economía social y solidaria. Queremos trabajar con el Estado y con los municipios. Generamos alianzas entre productores y de ese modo tenemos más variedad de productos para ofrecer”, comenta.

Y va por más: “En Salta se empezó a generar el NODO Territorial. En diciembre de 2023 nos reunimos 13 nodos para ver la situación y los próximos desafíos. La creación de los Nodos nos dio identidad y generó diálogo”, explica la joven productora.

También, con el correr del tiempo, comenzó a formalizar su trabajo: “Hemos creado dos marcas: a los productos originados en la recolección del monte nativo, los vendemos como ‘Huequecho’ -que es uno de los nombres antiguos de esta zona-, como infusión (‘café’) de mistol o de algarroba, yuyitos como poleo, cedrón del monte, paico, que vendemos por bolsitas; y a los productos de la chacra, agroecológicos, incluso los elaborados, como la harina de maíz, polenta, poroto y harina de poroto, los vendemos como ‘Aluna del Monte’. Nació en 2019 cuando coseché mis primeros zapallos y vino la pandemia. Salí a vender al pueblo y sobreviví gracias a que vendía todo eso de modo directo al consumidor”, recuerda con orgullo.

La joven comenzó a difundir los valores que halló: “Me empezó a interesar una salud más holística que la que venía estudiando en la facultad. En las bolsas les adosamos información de los valores nutricionales y las propiedades medicinales que cada uno aporta a la salud. Fuimos mejorando las etiquetas en formatos establecidos. Trabajo de modo directo al consumidor, sin intermediarios”.

“Como soy tan pequeña, los contratistas me dejaban siempre para lo último y decidí independizarme. Compré una cosechadora Vassali 900. Y ahora debería comprarme una sembradora chica, Porque este año no pude sembrar poroto, por no disponer de una máquina en el momento necesario”.

Tamara explica cómo hizo: “Me traje de México un molino chico, de mano, para moler los cereales y con el fin de agregar valor y comercializarlo en ferias, directamente al consumidor. Siembro 4 variedades de maíz: uno de un amarillo claro, otro amarillo de marlo blanco, otro amarillo de marlo rojo, y uno de grano rojo. Siembro las 4 juntas. Cosecho y guardo el maíz en las chalas, y de ese modo no se me llena de gorgojos. Aprendí esa técnica de mis vecinos. Mi relación con ellos se me volvió una escuela de vida”, afirma.

Cuenta que se volvió una “guardiana”: “También hago inoculación de semillas, con bio-preparados de ‘harina de roca’, ‘tierra de diatomea’, etc. Siempre sigo haciendo semillas, pero ahora a una escala mayor. Cada año siembro con mis propias semillas, salvo que busque una variedad nueva, que no tenga. Mas una vez que siembro, intento siempre, reproducir la semilla. Me siento una ‘guardiana de semillas y proveedora de alimentos agroecológicos’ a nivel provincial y nacional, porque proveo a redes de consumo consciente que trabajan con precios justos. En Buenos Aires a la Red de Alimentos Cooperativos”.

Nos cuenta del bagaje que se trajo de México: “Yo venía de trabajar con la ‘Milpa’ mexicana, un sistema agrícola tradicional basado en un policultivo. Constituye un espacio dinámico de recursos genéticos. La especie principal es el maíz y se acompaña de distintas especies, principalmente de frijol, calabazas, chiles, tomates, etc.”.

“La forma tradicional que se hace en México para producir tortilla y nachos de maíz se llama ‘mixtamalización’, que consiste en una cocción del grano entero, con cal. Se limpia, se muele en el molino y queda la masa lista. Le vendo a un restorán mexicano, en Córdoba, y a unos amigos que elaboran nachos, arepas y tortillas de maíz en Salta, con su emprendimiento MOTE. Le vendo también a Cauqueva, una cooperativa jujeña que comercializa productos sin TACC, libres de gluten. Ellos fabrican fideos y chizitos de maíz. También cultivo poroto negro, que es tradicional en México, y se lo estoy proveyendo, junto a otros productos, al restorán El Baqueano, que funciona en el Cerro San Bernardo, de Salta Capital, el cual les compra a los pequeños productores”.

La joven no dejó de lado apostar por la ganadería para completar su ciclo: “No soy agrónoma, pero me interesa mucho el sistema Voisin de la ganadería regenerativa. Este año empecé con vacas de un vecino, con la intención de regenerar el suelo, de hacer un sistema de pastoreo rotativo y asociativo, de ganadería silvo-pastoril, pero aún no lo hago de modo intensivo. Son unas 100 vacas que comen y defecan, generando que haya microbiota en el suelo. Ver el bosteo en el campo es una hermosura. Las vacas, además, se benefician con alimento nativo. Decidí reducir la superficie cultivable, a fin de hacer pasturas, porque estoy sola y no debo agrandar mi superficie a riesgo de que no me de, ni el ‘cuero’, ni el tiempo”.

Rufolo nos dio noticias de su actualidad: “En los últimos años no conseguimos gente para trabajar, porque falta estímulo. Es una pena, porque trabajar con herramientas te llena de creatividad y es hermoso. Hoy vivo repartida entre el campo y la ciudad. Alquilé una casita en la capital porque mi hijo Yaku –que significa Agua, en quichua- debía empezar el jardín. Me enteré de que en Salta había una escuela Waldorf y lo inscribí allí. Me encanta vivir en Salta, con su paisaje de montañas. Cuando vivía en Buenos Aires, no escuchaba folklore, y ahora lo escucho y lo entiendo, porque lo vivo desde adentro del paisaje mismo, entonces cada vez me gusta más y hasta estoy aprendiendo canto”, dice.

Se despidió: “Llevo una vida muy sacrificada y hago un trabajo pesado, pero siento que es una opción de vida que he tomado. Para mí, la agroecología es una opción y una acción política para intentar mejorar el mundo, con alimentos sanos, protegiendo el ambiente y tratando de generar precios cada vez más justos, tanto para el consumidor, como para el productor”.

Tamara Rufolo eligió dedicarnos “Canción con todos”, cuya letra es del poeta Armando Tejada Gómez y la música, de César Isella, interpretada por Mercedes Sosa.

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